Asi se llama un video de contenido sexual que ha causado escándalo,rasgadura de vestiduras en sectores clericales y familiares.Aqui mostramos una reflexión sobre el tema...
Escándalo por la Difusión de un Video Privado
Juan Guillermo TejedaSantiago Chile
Wikimedia/Gentileza
Quienes condenan a Naty deberían leer a Sigmund Freud, el padre de la teoría psicoanalítica.
Mucho revuelo ha causado en Chile la difusión por Internet de un video donde aparece una chica de quince años, Naty, explorando con su boca el miembro de uno de sus amigos. La escena fue filmada con un teléfono celular en una plaza cercana al colegio al que va la joven. Pero más impactante que los hechos parece ser lo que ha venido después, es decir el modo como el mundo adulto y oficial ha leído y ha sancionado lo ocurrido.
Siguiendo la retorcida lógica de las autoridades del Colegio La Salle y de la policía chilena, lo que hay es la difusión por Internet de pornografía infantil, de lo que se desprende que quienes le envían el video a alguien o lo miran cometen delito (probablemente, de pedofilia) y que la muchacha, en un supuesto rol de modelo porno, debe ser expulsada del colegio, cosa que ya ocurrió. Los muchachos del jolgorio (el que se dejaba hacer y el que filmaba, que probablemente fue también quien subió el video a Internet) no han sido identificados, pero debieran, según las autoridades, ser también expulsados. Psicólogos han deplorado la errónea vía que siguen muchos jóvenes al vivir su sexualidad orientándose más por el placer que por otras consideraciones (¿el dolor? ¿el aburrimiento?), y diputados se lamentan de que la ley no permite castigar (¿con penas de prisión?) a estos juveniles hedonistas digitales.
Una lectura más reposada de los mismos hechos nos sugiere que estos adolescentes estaban haciendo espontánea y libremente lo que hacen muchos adolescentes: explorar sus cuerpos, dar salida a su curiosidad, a su instinto naciente, y que en ello no hay nada que deba castigarse, sobre todo si lo hacían en su tiempo libre. Quizá nos escandalice o nos de envidia que algunos jóvenes de quince años se acaricien entre sí sin mayores complejos, pero al parecer esa es la realidad. Los compañeros de aventura de Naty deberían, sí, ser más hombrecitos (ya que en eso andan), y acompañarla dando la cara.
El Colegio La Salle, por su parte, al expulsar a la niña, ha incurrido al menos en cuatro conductas abusivas: la primera, una ceguera hacia los procesos psicológicos y corporales que viven sus pupilos; la segunda, una actitud de odio al sexo; la tercera, privilegiar una imagen pública casta y sin duda hipócrita del colegio, considerado como un producto de mercado y una herramienta de lucro; la cuarta, discriminar de manera cruel a una muchacha por una conducta que no contiene medularmente nada de malo.
Pero el caso es que estos precoces no sólo han explorado con sus cuerpos, sino que además han explorado con los medios de comunicación actuales. Los jóvenes son peritos en Internet, a menudo más que sus mayores. Pues bien, estos niños lo que han hecho ha sido difundir públicamente unas escenas que habitualmente se guardan en el ámbito privado. Durante muchos años la difusión pública de lo privado se mantuvo en secreto. Presidentes con amantes conocidas, figuras nacionales homosexuales mantenían una zona en que nadie se metía a ver, por grande que fuese la enemistad con los afectados.
Pero la sociedad actual con los medios y los parlamentarios a la cabeza privilegia la transparencia total, la ruptura de lo privado y su exposición a la mirada pública. Todo el país pudo ver cómo un canal nacional de televisión hizo seguimientos ilegales del senador Lavandero, filmándolo y transmitiendo las imágenes. Lo mismo ocurrió luego con un juez que frecuentaba un sauna homosexual. Y la sociedad, los medios, los adultos han aplaudido a aquellos canales dedicados al espionaje de las actividades sexuales privadas y a su difusión pública, ya que en ellas había configuraciones de delito. Lo privado ya no es más privado. Las cámaras, los jueces y los medios están en todas partes, en el interior de nuestras casas, también en aquellas escenas que consideramos íntimas. Los niños de este caso, simplemente, han seguido el ejemplo de sus mayores.
Por lo que se refiere a la pornografía y a la pedofilia, que según legisladores y funcionarios del Estado estarían presentes en este caso, cabe empezar a dudar de la elasticidad de los términos. ¿Hasta donde llega lo que podemos considerar pedofilia? ¿Qué se puede razonablemente castigar o no en los casos en que adolescentes menores de edad viven sus impulsos sexuales? Cualquier lector de Freud convendrá en aceptar que la sexualidad infantil existe. Si es así, sería ridículo pensar en que el sexo de menores de edad deba ser reprimido por entero, o confiado a manos de psicólogos, médicos, legisladores, curas y policías.
En una sociedad digitalmente transparente, la sexualidad adolescente va a aparecer por fuerza en Internet, como aparece allí cada faceta de la vida humana. Suponemos que la sexualidad no sea en sí misma algo pornográfico. ¿Por qué habría de ser pornográfica toda imagen de la actividad sexual? ¿Tenemos que comprar la idea de que cualquier tocamiento es pecado y de que toda foto o película del tocamiento es pornografía, y de que cada acción donde haya un menor de edad es pedofilia? Porque no vamos a sostener que la gente espere a cumplir 18 para empezar a mirarse lo que tienen debajo de la ropa interior...
Si, como pretenden los modernos programas de educación sexual, el sexo es una actividad natural y hermosa, ¿por qué deberían ser antinaturales y feas todas las imágenes del sexo? Tampoco es seguro que quien baja y mira el video lo haga para estimularse sexualmente: puede ser por curiosidad, por ganas de hacerles daño a los jóvenes, por regocijo animal, por copucha, vaya uno a saber. Convertir en pornografía toda difusión de lo sexual es sencillamente estar enfermos de la cabeza, aunque si nuestros legisladores convienen en ello tendríamos que aceptar una ley tan absurda.
Lo que se hace necesario en este caso parece ser pedir disculpas a Naty. Quizá sus imágenes fueron subidas a Internet sin su consentimiento, lo que ha generado un ambiente de risotada o de sanción hacia ella, y ahí hay una falta mayor de respeto, un sexismo colectivo: la patota juvenil celebra, en la candidez o el desprejuicio de la muchacha, el quiebre de la resistencia atávica de la mujer a prestar su cuerpo al disfrute de los varones. Pero la conducta de Naty probablemente responde al cambio de valores de género que estamos viviendo, a la mujer dueña de su cuerpo, independiente, que ha dejado de considerarse un objeto o una azucena. La patota de los adultos, por su parte, se dedica a castigarla públicamente. La verdad es que ella merece más respeto. Naty tiene derecho a seguir adelante sus estudios donde le parezca, y si no lo hace será no por su conducta, sino porque esta sociedad es esencialmente discriminatoria e hipócrita. Nadie puede acusarla ni de ser adolescente, ni de ser mujer, ni de tener intereses sexuales, ni de que vivamos en una creciente igualación de los roles de género, ni de formar parte de una sociedad donde lo privado ha dejado de ser un valor, ni de tener que vivir en una era digital. Pero en Chile lo que cuenta últimamente no es tanto entender la realidad, sino encontrar culpables, culpables de que las cosas no sean como están dibujadas en la cabeza de un grupito de mentes congeladas..
Escándalo por la Difusión de un Video Privado
Juan Guillermo TejedaSantiago Chile
Wikimedia/Gentileza
Quienes condenan a Naty deberían leer a Sigmund Freud, el padre de la teoría psicoanalítica.
Mucho revuelo ha causado en Chile la difusión por Internet de un video donde aparece una chica de quince años, Naty, explorando con su boca el miembro de uno de sus amigos. La escena fue filmada con un teléfono celular en una plaza cercana al colegio al que va la joven. Pero más impactante que los hechos parece ser lo que ha venido después, es decir el modo como el mundo adulto y oficial ha leído y ha sancionado lo ocurrido.
Siguiendo la retorcida lógica de las autoridades del Colegio La Salle y de la policía chilena, lo que hay es la difusión por Internet de pornografía infantil, de lo que se desprende que quienes le envían el video a alguien o lo miran cometen delito (probablemente, de pedofilia) y que la muchacha, en un supuesto rol de modelo porno, debe ser expulsada del colegio, cosa que ya ocurrió. Los muchachos del jolgorio (el que se dejaba hacer y el que filmaba, que probablemente fue también quien subió el video a Internet) no han sido identificados, pero debieran, según las autoridades, ser también expulsados. Psicólogos han deplorado la errónea vía que siguen muchos jóvenes al vivir su sexualidad orientándose más por el placer que por otras consideraciones (¿el dolor? ¿el aburrimiento?), y diputados se lamentan de que la ley no permite castigar (¿con penas de prisión?) a estos juveniles hedonistas digitales.
Una lectura más reposada de los mismos hechos nos sugiere que estos adolescentes estaban haciendo espontánea y libremente lo que hacen muchos adolescentes: explorar sus cuerpos, dar salida a su curiosidad, a su instinto naciente, y que en ello no hay nada que deba castigarse, sobre todo si lo hacían en su tiempo libre. Quizá nos escandalice o nos de envidia que algunos jóvenes de quince años se acaricien entre sí sin mayores complejos, pero al parecer esa es la realidad. Los compañeros de aventura de Naty deberían, sí, ser más hombrecitos (ya que en eso andan), y acompañarla dando la cara.
El Colegio La Salle, por su parte, al expulsar a la niña, ha incurrido al menos en cuatro conductas abusivas: la primera, una ceguera hacia los procesos psicológicos y corporales que viven sus pupilos; la segunda, una actitud de odio al sexo; la tercera, privilegiar una imagen pública casta y sin duda hipócrita del colegio, considerado como un producto de mercado y una herramienta de lucro; la cuarta, discriminar de manera cruel a una muchacha por una conducta que no contiene medularmente nada de malo.
Pero el caso es que estos precoces no sólo han explorado con sus cuerpos, sino que además han explorado con los medios de comunicación actuales. Los jóvenes son peritos en Internet, a menudo más que sus mayores. Pues bien, estos niños lo que han hecho ha sido difundir públicamente unas escenas que habitualmente se guardan en el ámbito privado. Durante muchos años la difusión pública de lo privado se mantuvo en secreto. Presidentes con amantes conocidas, figuras nacionales homosexuales mantenían una zona en que nadie se metía a ver, por grande que fuese la enemistad con los afectados.
Pero la sociedad actual con los medios y los parlamentarios a la cabeza privilegia la transparencia total, la ruptura de lo privado y su exposición a la mirada pública. Todo el país pudo ver cómo un canal nacional de televisión hizo seguimientos ilegales del senador Lavandero, filmándolo y transmitiendo las imágenes. Lo mismo ocurrió luego con un juez que frecuentaba un sauna homosexual. Y la sociedad, los medios, los adultos han aplaudido a aquellos canales dedicados al espionaje de las actividades sexuales privadas y a su difusión pública, ya que en ellas había configuraciones de delito. Lo privado ya no es más privado. Las cámaras, los jueces y los medios están en todas partes, en el interior de nuestras casas, también en aquellas escenas que consideramos íntimas. Los niños de este caso, simplemente, han seguido el ejemplo de sus mayores.
Por lo que se refiere a la pornografía y a la pedofilia, que según legisladores y funcionarios del Estado estarían presentes en este caso, cabe empezar a dudar de la elasticidad de los términos. ¿Hasta donde llega lo que podemos considerar pedofilia? ¿Qué se puede razonablemente castigar o no en los casos en que adolescentes menores de edad viven sus impulsos sexuales? Cualquier lector de Freud convendrá en aceptar que la sexualidad infantil existe. Si es así, sería ridículo pensar en que el sexo de menores de edad deba ser reprimido por entero, o confiado a manos de psicólogos, médicos, legisladores, curas y policías.
En una sociedad digitalmente transparente, la sexualidad adolescente va a aparecer por fuerza en Internet, como aparece allí cada faceta de la vida humana. Suponemos que la sexualidad no sea en sí misma algo pornográfico. ¿Por qué habría de ser pornográfica toda imagen de la actividad sexual? ¿Tenemos que comprar la idea de que cualquier tocamiento es pecado y de que toda foto o película del tocamiento es pornografía, y de que cada acción donde haya un menor de edad es pedofilia? Porque no vamos a sostener que la gente espere a cumplir 18 para empezar a mirarse lo que tienen debajo de la ropa interior...
Si, como pretenden los modernos programas de educación sexual, el sexo es una actividad natural y hermosa, ¿por qué deberían ser antinaturales y feas todas las imágenes del sexo? Tampoco es seguro que quien baja y mira el video lo haga para estimularse sexualmente: puede ser por curiosidad, por ganas de hacerles daño a los jóvenes, por regocijo animal, por copucha, vaya uno a saber. Convertir en pornografía toda difusión de lo sexual es sencillamente estar enfermos de la cabeza, aunque si nuestros legisladores convienen en ello tendríamos que aceptar una ley tan absurda.
Lo que se hace necesario en este caso parece ser pedir disculpas a Naty. Quizá sus imágenes fueron subidas a Internet sin su consentimiento, lo que ha generado un ambiente de risotada o de sanción hacia ella, y ahí hay una falta mayor de respeto, un sexismo colectivo: la patota juvenil celebra, en la candidez o el desprejuicio de la muchacha, el quiebre de la resistencia atávica de la mujer a prestar su cuerpo al disfrute de los varones. Pero la conducta de Naty probablemente responde al cambio de valores de género que estamos viviendo, a la mujer dueña de su cuerpo, independiente, que ha dejado de considerarse un objeto o una azucena. La patota de los adultos, por su parte, se dedica a castigarla públicamente. La verdad es que ella merece más respeto. Naty tiene derecho a seguir adelante sus estudios donde le parezca, y si no lo hace será no por su conducta, sino porque esta sociedad es esencialmente discriminatoria e hipócrita. Nadie puede acusarla ni de ser adolescente, ni de ser mujer, ni de tener intereses sexuales, ni de que vivamos en una creciente igualación de los roles de género, ni de formar parte de una sociedad donde lo privado ha dejado de ser un valor, ni de tener que vivir en una era digital. Pero en Chile lo que cuenta últimamente no es tanto entender la realidad, sino encontrar culpables, culpables de que las cosas no sean como están dibujadas en la cabeza de un grupito de mentes congeladas..
No hay comentarios.:
Publicar un comentario