Chile está entrampado en una cultura de la mediocridad. Mientras no rompamos con ella, las propuestas de solución a nuestros problemas no avanzarán.En el mundo globalizado que vivimos requerimos cultivar una cultura de la excelencia, en la competitividad, en la cooperación y en las conversaciones.
Cuando observamos con admiración y asombro la organización de China de los Juegos Olímpicos, esta mediocridad nos aparece más clara. En la ceremonia de inauguración, no vimos sólo un despliegue de recursos o de tecnología; lo que nos maravilló fue la mezcla de perfección, creatividad, belleza, coordinación, disciplina y rigor que nos embargó de alegría. No era farándula, y el mejor ejemplo de la potencia de esto, es que echamos de menos los juegos olímpicos.
Pero China se propuso no sólo competir, sino ganar, y lo hicieron. Su progresión en eficiencia no tiene precedentes: de obtener 5 medallas de oro en Seúl ’88, veinte años después, en su casa, triunfaron por primera vez, obteniendo 51 medallas de oro.
En contraste, nuestra participación, como era previsible, no tuvo brillo. Y la única performance de estatura, la de Fernando González, no es aclamada ni valorizada en su importancia, a pesar de ser obtenida con un esfuerzo y perseverancia de años. Esta relativa indiferencia ante el logro de González muestra cuánto sobrevaloramos la mera gratificación instantánea, en vez de una cultura del construir y el cultivar, que es fundamental para ser excelentes.
No se llega a esas cotas de excelencia a través de la mera utilización de conocimientos o técnicas que luego se aplican, sino por la participación en una cultura de prácticas, que al final son “danzas” corporales, sociales y culturales.
¿Cómo se logra, entonces, un campeón olímpico? La excelencia no es una condición o una aptitud innata; es una cultura, una práctica que se cultiva en un ciclo recurrente, que involucra eficiencia, aprendizaje y cambio.
En el fenómeno de la eficiencia se constituyen las tareas, la creación de equipos y la gestión de recursos.
Los chinos realizaron una verdadera revolución deportiva, para generar cambios radicales en una generación. Al diseño de un programa de selección y reclutamiento, sumaron la creación de 10 centros de alto rendimiento, focalizados en quienes iban a competir, con un régimen de alta disciplina.
Pero, para llegar a eso, se requirió un proceso que incluyó un desarrollo masivo del deporte, cuyo resultado es la existencia hoy de 5 millones de atletas en China, además de 35 institutos de investigación deportiva, y 135 universidades con oferta de especialidades en deporte como parte de sus programas académicos. Es decir, la eficiencia presupone un presente, pero también una acumulación del pasado. Por eso se trata de un ciclo, donde el aprendizaje es una práctica recurrente que genera un cambio social.
Entonces, la excelencia no es sólo “competitividad”. El aprendizaje supone un juicio de acción efectiva donde aparecen las restricciones económicas y la evaluación en los tiempos. En algún punto del proceso, China focalizó sus esfuerzos de inversión y prioridades en la preparación. La excelencia está en el ciclo.
¿Y qué pasa con nuestro Chile? En Chile han existido otros chilenos que tomaron la decisión de cultivar la excelencia, como China hoy, pero en otra escala. Quienes organizaron el mundial de 1962 actuaron de la misma manera, incluyendo la preparación del equipo de Fernando Riera, que duró cerca de ocho años, obteniendo un tercer lugar.
Pero, a pesar de estos grandes ejemplos, aún no comprendemos la excelencia de esta manera. Aparece más bien como un prerrequisito para hacer las cosas bien, una condición sustancial de las personas: “es capaz”, “es inteligente”, son juicios que presuponen esta ceguera.
Todavía pensamos la excelencia como una condición, o como un conocimiento. Pero el cultivo de la excelencia paga sólo si se conecta con un espacio real, con un dominio visible donde la oferta que somos se cumple y mejora permanentemente en la recurrencia del ciclo eficiencia-aprendizaje-cambio.
Sostengo que en Chile predominan dos estilos que nos impiden avanzar en esta dirección.
El primero es nuestra cultura legal-formalista, que nos predispone a creer que “hacer las cosas bien” es regirse adecuadamente por las normas o ciertas reglas prefijadas. Los estándares de lo posible están ya definidos a nivel local.
El deber se mueve en el cumplimiento de la ley. Para el mundo normal éste es un requisito suficiente. Y en cualquier sistema socio-político y económico, el respeto de las normas es relevante, no se trata de algo malo.
Sin embargo, este estilo no calza con los desafíos de la competitividad en un mundo global. En este mundo, necesitamos cultivar una cultura de la excelencia, en la acción, en la innovación, en el cultivo de la autenticidad de una identidad y en la mejora de nuestras prácticas sociales y culturales.
Por otra parte, la mera referencia a la norma no resuelve el problema de su legitimidad, si ésta entra en crisis o es cuestionada.
Cuando esto sucede, se desarrolla la desconfianza entre las personas y no es fácil salir de ese estado de ánimo. La manera más fácil y nefasta es la de buscar o construir otras lealtades.
Y este es el segundo estilo, el ”compadrazgo para el abuso y la mediocridad”, que en algunos de nuestros partidos políticos alcanza el carácter de mafia organizada.
El origen de la palabra mafia es la “familia”; pero se trata de una familia que crea una ética al margen de la sociedad y sus instituciones, a favor de una jerarquía que maneja el clan familiar. La colaboración entre las personas no esta vinculada
a la generación de oportunidades o valor, sino a la protección bajo amenaza, que es su mejor negocio.
El compadrazgo no sólo genera abusos. Produce y cultiva también la mediocridad, porque pone el foco en un sistema de favores que inhibe la promoción del talento, el mérito y el esfuerzo, y prioriza el amiguismo, el “contacto”, la lealtad ciega, mal entendida. El Derecho y la Justicia son valores más importantes que la lealtad, en el mundo político, social y para la competitividad.
Chile no llegará a ninguna parte, por el camino de la mediocridad. Nuestro mal desempeño en las Olimpiadas, puede ser una anticipación de nuestro mal desempeño en el mundo, si no reaccionamos.
Contra eso, proponemos cultivar un estilo de cooperación, donde el espíritu de aventura y la excelencia son cruciales. Chile no podrá competir en el mundo globalizado si no cultivamos una cultura de la excelencia. Es un requisito esencial.
Nada sacamos con apilar listas de objetivos generales de la educación o con planificar una estrategia de innovación si no pasamos esta valla previa.
El cultivo de la excelencia no es individual, requiere de redes sociales donde se coopera, se compite y se conversa al mismo tiempo. Esto sucede también en las artes, las comunidades científicas, las organizaciones sociales, los negocios, o cualquier otra práctica humana. Si esto se hace socialmente, ilumina la acción.
Y la acción ocurre en este ciclo que involucra el uso eficiente de los recursos, cultivar una práctica de aprendizaje permanente, y generar momentos reflexivos donde se deciden estrategias de cambio.
Es posible que los lectores sientan que los chilenos no podemos cultivar la excelencia, que la comparación con China es abrumadora; es sencillo atribuir lo logrado por ese país a la tradición, cultura y tamaño. Pero la excelencia siempre existe en aquellas gentes encariñadas con su trabajo, con su comunidad. Esto va más allá de nacionalidades, es sentirse parte de la aventura de su comunidad y la humanidad entera.
Chile ha tenido personas notables en distintos aspectos. En la medicina, ejemplos como los doctores Héctor Croxato, Joaquín Luco, Francisco Varela y Humberto Maturana. En el deporte, negocios, literatura, encontramos ejemplos de la misma envergadura.
Para conducir estos pequeños reductos de excelencia, se necesitan líderes que se vayan formando en ese camino, ese es el rol de Chile Primero. Producir gente ordinaria que sea capaz de producir eventos extraordinarios.
Las crisis atraen a la excelencia. Pues en respuesta a éstas van surgiendo en el mundo personas comprometidas con la aventura de hacer contribuciones y cambiar culturas.
Las crisis nos regalan buenos ejemplos de cómo conectar a los jóvenes chilenos con las redes emergentes que surgen ante éstas. Así mismo es necesario que nuestros líderes cobijen y cultiven iniciativas disruptivas. La excelencia es una acción conjunta del Estado y la sociedad. Requerimos crear nuevos partidos, nuevas instituciones, nuevas organizaciones, que estén dispuestas a cultivar la excelencia.
Necesitamos un estado de ánimo distinto y una actitud, una predisposición al cambio. Hace 30 años China estaba presa de una cultura campesina donde este estilo no contaba. Pero lograron resucitar lo mejor de su tradición para generar un profundo cambio y producir una cultura de la excelencia, con decisión, orgullo y nuevas prácticas.
En Chile, necesitamos un compromiso de saber que esto es posible.
La excelencia tiene una intencionalidad ética, que valora la ambición sana, la colaboración, promueve el “pulular de las minorías”, premia el mérito y el esfuerzo, y destierra la envidia y la mediocridad.
Chile tiene una gran oportunidad poniendo acento en la creación de una cultura de excelencia, así tendremos mejores empleos, oportunidades y un futuro prometedor.